17 de noviembre del 2022
SAN JOSEMARÍA Y VIARÓ
En este artículo exploraremos la relación entre San Josemaría y Viaró y las líneas maestras que, con la intuición de un corazón grande, indicó para los colegios en los que el Opus Dei prestara su atención espiritual.
Quienes entraron por primera vez en Viaró el 5 de octubre de 1963 quizás no eran conscientes que se convertían —junto con el pequeño grupo de directivos, profesores y personal no docente— en protagonistas principales de la historia de Viaró. Se trataba de un reto especial: comenzar la actividad docente en un colegio nuevo, distinto y alejado de los principales núcleos urbanos.
Ese pequeño grupo de profesionales de la educación esperaban con impaciencia y nerviosismo la llegada de los primeros ciento cincuenta alumnos. Tenían confianza en las enseñanzas de san Josemaría —que conocían bien—, y estaban convencidos que, si las sabían poner en práctica, Viaró daría que hablar. Eran conscientes que dependían muchas cosas grandes de la labor educativa que iban a comenzar. Si ponían correctamente los cimientos pronto verían crecer un árbol frondoso cuajado de buenos frutos.
Pero, ¿cuál fue la prehistoria de Viaró? La encontramos en San Josemaría que, con la intuición de quien tiene un corazón grande, trazó las líneas maestras de lo que deberían ser los centros educativos en los que el Opus Dei prestara su atención espiritual. En 1951 conversó con los promotores de un colegio en Bilbao, Gaztelueta, que sería el primer centro educativo de enseñanza media obra corporativa del Opus Dei.
Sin entrar en los aspectos técnicos, que deberían resolver ellos como profesionales competentes, San Josemaría les animó a prever un sistema organizado de tutorías con cada alumno con una periodicidad quincenal; les desaconsejó establecer cuadros de honor o puestos en la clase según las calificaciones obtenidas, habitual en aquella época.
Les sugirió que eligieran un uniforme escolar alegre, distinto de las batas al uso entonces; les comentó que el colegio debería ser una prolongación de la familia; serían colegios abiertos a todos, donde se respetaría la libertad personal; finalmente, habría que poner los medios para que toda familia que deseara este modelo educativo para sus hijos pudiera acudir sin que su situación económica lo hiciera inviable, por lo que habría que prever un sistema de becas.
Y así, con la ilusión de poner en práctica esos principios, nació Viaró. Nació pequeño, pero con magnanimidad y con unos cimientos sólidos. Unas pocas familias ilusionadas con ese proyecto educativo se encontraron con unos profesionales dispuestos a soñar con ideales grandes. Los alumnos, pondrían el resto.
Estaba todo por hacer. Soñad y os quedaréis cortos, les decía San Josemaría. No juzgues por la pequeñez de los comienzos: una vez me hicieron notar que no se distinguen por el tamaño las simientes que darán hierbas anuales de las que van a producir árboles centenarios (Camino, 820). No me olvides que en la tierra todo lo grande ha comenzado siendo pequeño. —Lo que nace grande es monstruoso y muere (Camino 821).
Era importante comenzar bien. Así, Viaró dejaría impronta en la vida de muchas personas en el futuro. El barco debía seguir el rumbo correcto; una ligera desviación en esos primeros años llevaría en el futuro al colegio lejos del destino deseado.
Han trascurrido casi sesenta años. Viaró ha crecido y hoy es una realidad gozosa. Aquel almendro solitario que presidía un viñedo se ha convertido en un frondoso bosque y un jardín en el que se intercalan los distintos edificios que acogen a la comunidad educativa de Viaró.
Aquellos trazos esbozados por San Josemaría se han ido haciendo vida en Viaró día a día, en cada familia, en cada profesional que, con esfuerzo y fidelidad al espíritu fundacional, ha ido haciendo realidad aquellos sueños que —hoy lo podemos comprobar— se han quedado cortos.
San Josemaría y Viaró. Estancia en 1972
Pronto se cumplirán cincuenta años de la visita de San Josemaría a Viaró. En el encuentro que tuvo con padres y profesores en la biblioteca del colegio el 21 de noviembre de 1972, comentó: en el colegio hay tres cosas importantes: lo primero, los padres; lo segundo, el profesorado; lo tercero, los alumnos. Vuestros hijos —no os ofendáis— están en tercer lugar. De esta manera marcharán bien.
Vuestra labor es muy interesante, y vuestros negocios no se resentirán por esta dedicación que os pide el colegio. Con palabras del Espíritu Santo os digo: electi mei non laborabunt frustra. Os ha elegido el Señor, para esta labor que se hace en provecho de vuestros hijos, de las inteligencias de vuestros hijos, del carácter de vuestros hijos; porque aquí no solo se enseña, sino que se educa, y los profesores participan de los derechos y deberes del padre y de la madre. Lo mismo ocurre con tantos colegios semejantes a este, que hay por todo el mundo.
San Josemaría realizó aportaciones valiosísimas en el campo educativo. No fue su intención escribir ningún tratado, ni crear una escuela pedagógica propia del Opus Dei. Su aportación se ceñía al espíritu que debe inspirar la educación y al modo de tratar a las personas. Sus enseñanzas tienen un valor permanente porque expresan valores que no son propios de una época, ni de un lugar y, por tanto, manifiestan una enorme diversidad según las personas y las instituciones educativas.
El alcance de su influjo educativo está presente también en tantos colegios, universidades, centros de formación profesional, actividades y programas de orientación familiar, resultado del tesón de padres y madres de familia, fieles de la Prelatura o sin vinculación alguna con ella que, inspirados en el ideal cristiano de formación predicado por San Josemaría, promovieron —y siguen promoviendo— por el mundo entero actividades educativas con perfiles variadísimos (cfr. MEJÍA, D., El pensamiento educativo de San Josemaría Escrivá de Balaguer, en: San Josemaría y la Universidad, Universidad de La Sabana, Bogotá 2009, p. 221).
Me referiré a alguna de estas aportaciones. En primer lugar, su amor a la libertad. San Josemaría sabía que la libertad ha de impregnar toda labor educativa para poder formar personas de criterio. Educar bien consiste en ayudar a la persona a hacer buen uso de su libertad. Convencer en lugar de imponer; motivar antes que exigir obediencia ciega.
Educar consiste en procurar que la persona voluntariamente quiera hacer el bien porque entienda que aquella decisión le hace ser mejor persona. Por eso, los centros educativos de inspiración cristiana están abiertos a todos, respetando de modo exquisito la libertad de cada uno, porque, en palabras de San Josemaría, la libertad es un don de Dios (Amigos de Dios, cap. 2).
San Josemaría lo aplicaba también a la educación en la fe. Hablaba a los padres de rezar, de dar ejemplo a sus hijos, de transmitir con la propia vida una formación profunda, de educar en un clima de alegría y de libertad. Y añadía: «No les obligues a nada, pero que os vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres y se me ha quedado en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con cariño de su madre y de su padre, que les obligaron sólo con el ejemplo, con la sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata».
Ese mismo modo de proceder se ha de aplicar al colegio; no obligar, pero sí facilitar, primeramente, con el buen ejemplo. En una obra corporativa se procura que padres, profesores, personal no docente y alumnos puedan vivir su vida cristiana. Si lo desean pueden contar con la ayuda de los sacerdotes que trabajan en el colegio porque pueden dirigirse a ellos para hablar de lo que les interese.
Además, la Capellanía organiza actos litúrgicos —la Misa diaria a la que pueden acudir todos los miembros de la comunidad educativa que lo deseen— y otras actividades, como cursos de retiro para padres o para alumnos. El Oratorio está permanentemente abierto para quien quiera ir. Todo, en un clima de libertad, sin el que no es posible vivir una vida cristiana.
Pero, inseparablemente unida a la libertad se encuentra, como anverso de la moneda, la responsabilidad: No hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad (Es Cristo que Pasa, n. 27). Educar significa, por tanto, formar personas libres y responsables. Se entiende así que el conocido pedagogo García Hoz, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría, afirmase que «la educación es el proceso de ayuda a un sujeto para que llegue a ser verdaderamente libre.
La finalidad más clara de la educación es la de estimular y orientar la capacidad de hacer uso responsable de la libertad, a través de la cual el hombre gobierna su vida de acuerdo con las exigencias de la dignidad de la persona humana» (GARCÍA HOZ, V., Tras las huellas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Ideas para la educación, p. 78).
Otro rasgo muy característico de las enseñanzas de San Josemaría es la santificación del trabajo. En Surco, escribía: Estudio, trabajo: deberes ineludibles en todo cristiano; medios para defendernos de los enemigos de la Iglesia y para atraer —con nuestro prestigio profesional— a tantas otras almas que, siendo buenas, luchan aisladamente. Son arma fundamentalísima para quien quiera ser apóstol en medio del mundo (Surco, 483).
No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas (Surco, 493).
Trabajar bien. Para el alumno, el estudio es su trabajo. Educar es también enseñar a trabajar bien, acabadamente bien, cuidando los detalles pequeños. Además de los profesores, ahí tienen un papel relevante los profesionales no docentes: desde el trabajo en la cocina se educa; desde mantenimiento, jardinería, secretaría y recepción se educa. El ejemplo del trabajo hecho con espíritu de servicio a los demás es el mejor educador.
El profesor no puede limitarse a transmitir los conocimientos de la materia que imparte; esto es necesario, pero no suficiente. Exigir en el orden, en la puntualidad, en el vestir correctamente, en el hablar educadamente, en la corrección en el trato con los compañeros, en el cuidado de la presentación de los trabajos y en otros muchos aspectos que sería interminable enumerar, educa y ayuda a crecer en las virtudes necesarias para el desarrollo integral de la persona.
Ese trabajo bien hecho, acabado hasta los pequeños detalles —el estudio, para los alumnos— si se hace por amor de Dios, puede santificarse, santificar a quien lo realiza y santificar a los demás. En palabras de San Josemaría: Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días (Es Cristo que Pasa, n. 46).
Un tercer aspecto en el que insistía San Josemaría es el crecimiento en virtudes. Un centro educativo es un lugar privilegiado para enseñar a vivir las virtudes humanas. Hablaba con frecuencia de su aprecio por la sinceridad. Volviendo a la tertulia de Viaró, respondía de ese modo a la pregunta de un profesor sobre qué virtud hay que enseñar primero a los chicos.
Decía: La sinceridad. Una criatura que desde pequeña se acostumbra a soltar el sapo que tiene dentro, y en la cara del profesor —a solas, se entiende—, es una criatura maravillosa. Hay que inculcarles la sinceridad, y para eso, debéis ser vosotros muy sinceros. Enseñad a los niños a acudir al confesor. Pero yo les aconsejaría, además, que hablen con el preceptor, que guarda silencio profesional y puede ayudarles de muchas maneras: espirituales, psicológicas, materiales, …
El colegio ha de ser una escuela de virtudes, donde se está a gusto y se trabaja sin tensiones porque se crea un clima agradable. En definitiva, un lugar donde todos —padres, profesores, personal no docente y alumnos— lo pasan bien. Es en este contexto donde arraigan más fácilmente las virtudes, porque cada persona se siente querida, apreciada. Me gusta pensar, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría, que en un colegio cada alumno es importante.
Cada uno es único y merecedor de todas nuestras atenciones. Escribía: ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no atendiendo personalmente a cada uno (…) porque cada alma es un tesoro maravilloso: cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo. (Es Cristo que pasa, n. 80).
Por eso, en las conversaciones personales con los padres y los alumnos, hay que escuchar más que hablar; procurar aprender más que decir lo que hay que hacer. Es entonces cuando se crea el clima necesario para que, conjuntamente padres y colegio, acierten en el modo de formar y educar a cada alumno. Este es el sentido de las palabras de San Josemaría: primero, los padres, porque son los principales responsables de la educación de sus hijos. Los profesionales de la educación —además de transmitir los contenidos de las materias correspondientes— colaboran, ayudan y refuerzan la labor de los padres. Nunca los sustituyen.
Entre las virtudes que San Josemaría solía destacar están, además de la sinceridad, la lealtad, la confianza, la amistad, la alegría, el espíritu de servicio y la preocupación social. Formando personas virtuosas se contribuye de manera eficaz, aunque silenciosa, a crear una sociedad donde impere el respeto hacia todos los hombres.
Volvamos a los comienzos de Viaró. De algún modo, estamos todavía en los comienzos. Sesenta años son pocos para una institución educativa. Somos protagonistas de una labor llamada a durar siglos. Lo vemos en otras labores educativas centenarias que, gracias al buen hacer de muchas generaciones de docentes, han llegado hasta nuestros días. Mientras las enseñanzas de San Josemaría sean una base sólida de nuestro proyecto educativo y preservemos nuestra identidad cristiana como algo profundo y constitutivo de nuestro modo de ser, la continuidad de Viaró estará asegurada.
Una identidad cristiana que no consiste solamente en introducir unos añadidos de tipo espiritual o doctrinal: eso sería algo postizo. Esa inspiración cristiana ha de manifestarse en toda la vida colegial: en las enseñanzas académicas, en la vida diaria del centro y en todas las personas que trabajan allí. Todo ha de proyectar una imagen y una concepción cristiana del hombre y de las realidades que nos rodean.
Educar es una tarea apasionante. Y educar a los hijos para que sean ciudadanos honrados dispuestos a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas (Forja, n. 685) —cada uno desde el lugar concreto que ocupa en el mundo, en su familia, en su trabajo y en su ciudad—, es una tarea que ha de ocupar los mejores esfuerzos de los padres.
Una tarea por la que vale la pena dar lo mejor de uno mismo y en la que nadie —tampoco el colegio— les puede sustituir. Pero en ese camino pueden contar con la colaboración de los profesionales de la educación, para que les ayuden en todo lo que esté de su mano en esta misión, que es la más noble que se puede realizar en esta vida. Y ahí siempre nos encontrarán a los profesionales que trabajamos en Viaró.